domingo, 10 de junio de 2018

Silencio perpetuo.


¿Cómo sería un mundo sin sonido?

Silencio perpetuo.

No sonaría el despertador que cada mañana marca el fin de los sueños y la vuelta a la realidad. La cafetera no rugiría al borbotear el agua acariciando los granos de café hechos tamiz.

Al salir de casa no se escucharía el viento mecer las hojas de los árboles. Ni la lluvia golpear el suelo en cortina de gotas incesantes.

No se escucharía el motor del coche; ni el claxon del impaciente. No se diferenciaría entre un aburrido y monótono “buenos días” y un impetuoso y amigable “hola. ¿Qué tal estás?”

No sonaría el teléfono interrumpiendo la concentración del trabajo. No se oiría la alegría de los niños pasar junto a la puerta de la oficina.

No sonaría el tic tac del reloj que marca las horas.

La comida no sabría igual en silencio. El paseo por el bosque cercano no descubriría al pajarillo que escondido entre las hojas canta al viento. Ni el grillar acompasado y constante que saluda al atardecer. El grillo se siente seguro al llegar la noche. Las montañas no responderían al grito lanzado al viento con su eco.

El violín no lloraría al raspar acariciando sus cuerdas. El piano no sería rotundo al golpear sus teclas. La flauta no volaría mágica al viento al salir los suspiros por entre sus agujeros. Serían todo objetos inertes y sin sentido.

El silencio no sería tan valioso porque sería cotidiano. Y entonces añoraríamos el sonido del suspiro; el quejido del dolor; el grito de la sorpresa; la carcajada de la alegría.

Todo lo conocido perdería un ángulo imprescindible que hace que el mundo sea mundo porque suena; que el tiempo sea tiempo porque sus segundos hacen ruido en cada golpe de reloj; que la vida esté viva de suspiros, quejidos de dolor, pequeños gritos de sorpresa y carcajadas de alegría.

¡Cómo sería la existencia si el sonido perpetuo de la vida fuese el silencio permanente de la nada!

Al descubrirlo lloraríamos de impotencia. Pero incluso a nuestra tristeza le faltaría uno de sus ingredientes esenciales. Sería tan sólo un llanto callado y silencioso.




domingo, 27 de mayo de 2018

La puerta.


"Il bello delle porte è che possono essere chiuse o aperte a nostro piacimento. Alcune decidiamo di murarle; altre rimangono sempre aperte, per sempre".

Lo bello de las puertas es que pueden estar cerradas o abiertas a nuestra voluntad. Algunas decidimos transformarlas en murallas; otras permanecen siempre abiertas, para siempre.


La primera vez que entré en el Duomo de Milán tuve la sensación de viajar a otro tiempo, a otro mundo. Eran otras dimensiones. Otras medidas que hacían de lo grandioso infinito, del silencio inmensidad, y de la belleza eternidad.

Sólo había cruzado una puerta y el mundo se detuvo, quedando el ruido de la ciudad a siglos de distancia.

Caminaba lento por el pasillo como quien pisa las losas de la historia. Respiraba en suspiros como quien se hincha de lo trascendente. Escuchaba el grito silencioso de lo eterno. Y mis ojos se acostumbran a la luz de la verdad.

Tan sólo había cruzado una puerta. Un hueco en el muro que separaba dos mundo: el hoy y el siempre; la cotidianeidad y lo eterno; el bullicio y el silencio.

El tiempo se detuvo al cruzar el umbral. ¿Cómo dos pasos podían llevarme tan lejos?

Al volver a cruzar la puerta hacia la plaza volví a sentir el tictac del reloj de la vida latiendo acompasado con mi corazón.

Los niños corrían detrás de las palomas que miedosas alzaban rápidas el vuelo. Las terrazas estaban repletas de turistas. La vida retomaba su ritmo.

Tan sólo había vuelto a cruzar una puerta. Esta vez en sentido inverso.

¿Cuál era el poder de ese pedazo de bronce labrado en puerta para transformar las percepciones, las sensaciones y los sentimientos?

Una puerta. Un hueco en el muro. Un espacio vacío. Y sin embargo el único puente donde dos mundos totalmente diferentes se llegan a dar la mano.

Atravesamos decenas de puertas al día. Cambiamos de estancias y lugares sin darnos cuenta.

Las encontramos de madera, de cristal, de metal. Abiertas, contornadas y cerradas con llave. Simples u ostentosas. De manilla o de sensores automáticos. 

Las cruzamos sin ser conscientes de que cambiamos de lugar. Y sin embargo cada vez que las atravesamos abandonamos un mundo para entrar en otro. 

Las olvidamos abiertas porque aunque nos apasione lo que tenemos delante queremos dejar la posibilidad de retornar. O nos volvemos a cerrarlas, en ocasiones para siempre, dejando tras de sí un suelo que no volveremos a pisar.

La puerta. Ese rectángulo de nada que contiene en sí el todo; que guarda todas las posibilidades. Ese presente que absorbe en sí todo el pasado que queda atrás y que abre la perspectiva a todo el futuro que vemos delante.

Recuerdo que tras seguir con la mirada la bandada de palomas que cual bumerán giraron en el cielo de la plaza volví la vista y oí ese quejido. La puerta de bronce de la catedral se cerraba chirriando. Y con un golpe seco se transformó en muro. En la lejanía del horizonte el sol se hizo ocaso.

domingo, 6 de mayo de 2018

Un folio.


Un folio. Un lapicero descansa a su lado. Una idea. Un pensamiento. Un sentimiento. Una voluntad que quiere existir; que quiere nacer al mundo de la realidad.

Una mano levanta el lápiz. Unos impulsos cerebrales. Un par de latidos del corazón. Una inspiración profunda. Nace la primera letra con la siguiente exhalación.

Es simplemente una primera mancha en papel. Una vocal del abecedario. Una simple “u”. Pero es la elegida entre las veintisiete letras. Y por ser la primera tiene el privilegio de que aunque es común, es mayúscula. Será ya siempre la primera “U” de ese papel.

Un par de latidos más. Una respiración entrecortada. Y un suspiro.

La mano comienza a garabatear veloz los pensamientos. Blande el lapicero como una espada que se enfrenta a la pelea del guerrero. Ahora se mueve veloz. Gira zigzagueante sobre sí mismo. Araña la textura del papel marcándolo para siempre.

La “U” ya no está sola. Se abraza a otras letras formando palabras; creando frases; plasmando pensamientos.

El largo silencio se transforma en cascada de ideas que saltan al papel, lanzando a la vida aquello que nunca había nacido. Es un acto más de creación. El universo se expande.

En ocasiones la mano se frena súbitamente. Siente el óxido de los silencios transcurridos. Pero tras esa pausa se defiende rápida en nuevos movimientos. Nada quiere quedarse dentro. Nadie quiere ser nada. Todos los pensamientos quieren transformarse en garabatos, en letras y en palabras.

El folio blanco ya no es blanco. Está marcado. Está rayado. Se llena de vida.

La “U” observa desde el inicio de la página lo que ha provocado. Está lejana de la última frase. Pero todo ha nacido de ella y lo siente cercano.

Un latido más. Un movimiento más de la mano y llega el punto. El silencio. No será un punto final, sino un punto seguido.

El pensamiento se ha plasmado en movimiento. El sentimiento ha germinado en cada letra. La página está llena. El círculo se ha cerrado. Todo ha quedado escrito.

“Un folio. Un lapicero descansa…”