domingo, 27 de mayo de 2018

La puerta.


"Il bello delle porte è che possono essere chiuse o aperte a nostro piacimento. Alcune decidiamo di murarle; altre rimangono sempre aperte, per sempre".

Lo bello de las puertas es que pueden estar cerradas o abiertas a nuestra voluntad. Algunas decidimos transformarlas en murallas; otras permanecen siempre abiertas, para siempre.


La primera vez que entré en el Duomo de Milán tuve la sensación de viajar a otro tiempo, a otro mundo. Eran otras dimensiones. Otras medidas que hacían de lo grandioso infinito, del silencio inmensidad, y de la belleza eternidad.

Sólo había cruzado una puerta y el mundo se detuvo, quedando el ruido de la ciudad a siglos de distancia.

Caminaba lento por el pasillo como quien pisa las losas de la historia. Respiraba en suspiros como quien se hincha de lo trascendente. Escuchaba el grito silencioso de lo eterno. Y mis ojos se acostumbran a la luz de la verdad.

Tan sólo había cruzado una puerta. Un hueco en el muro que separaba dos mundo: el hoy y el siempre; la cotidianeidad y lo eterno; el bullicio y el silencio.

El tiempo se detuvo al cruzar el umbral. ¿Cómo dos pasos podían llevarme tan lejos?

Al volver a cruzar la puerta hacia la plaza volví a sentir el tictac del reloj de la vida latiendo acompasado con mi corazón.

Los niños corrían detrás de las palomas que miedosas alzaban rápidas el vuelo. Las terrazas estaban repletas de turistas. La vida retomaba su ritmo.

Tan sólo había vuelto a cruzar una puerta. Esta vez en sentido inverso.

¿Cuál era el poder de ese pedazo de bronce labrado en puerta para transformar las percepciones, las sensaciones y los sentimientos?

Una puerta. Un hueco en el muro. Un espacio vacío. Y sin embargo el único puente donde dos mundos totalmente diferentes se llegan a dar la mano.

Atravesamos decenas de puertas al día. Cambiamos de estancias y lugares sin darnos cuenta.

Las encontramos de madera, de cristal, de metal. Abiertas, contornadas y cerradas con llave. Simples u ostentosas. De manilla o de sensores automáticos. 

Las cruzamos sin ser conscientes de que cambiamos de lugar. Y sin embargo cada vez que las atravesamos abandonamos un mundo para entrar en otro. 

Las olvidamos abiertas porque aunque nos apasione lo que tenemos delante queremos dejar la posibilidad de retornar. O nos volvemos a cerrarlas, en ocasiones para siempre, dejando tras de sí un suelo que no volveremos a pisar.

La puerta. Ese rectángulo de nada que contiene en sí el todo; que guarda todas las posibilidades. Ese presente que absorbe en sí todo el pasado que queda atrás y que abre la perspectiva a todo el futuro que vemos delante.

Recuerdo que tras seguir con la mirada la bandada de palomas que cual bumerán giraron en el cielo de la plaza volví la vista y oí ese quejido. La puerta de bronce de la catedral se cerraba chirriando. Y con un golpe seco se transformó en muro. En la lejanía del horizonte el sol se hizo ocaso.

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