"Il bello
delle porte è che possono essere chiuse o aperte a nostro piacimento. Alcune
decidiamo di murarle; altre rimangono sempre aperte, per sempre".
Lo bello de
las puertas es que pueden estar cerradas o abiertas a nuestra voluntad. Algunas
decidimos transformarlas en murallas; otras permanecen siempre abiertas, para
siempre.
La primera vez que entré en el Duomo de Milán tuve la
sensación de viajar a otro tiempo, a otro mundo. Eran otras dimensiones. Otras
medidas que hacían de lo grandioso infinito, del silencio inmensidad, y de la
belleza eternidad.
Sólo había cruzado una puerta y el mundo se detuvo, quedando
el ruido de la ciudad a siglos de distancia.
Caminaba lento por el pasillo como quien pisa las losas de
la historia. Respiraba en suspiros como quien se hincha de lo trascendente.
Escuchaba el grito silencioso de lo eterno. Y mis ojos se acostumbran a la luz
de la verdad.
Tan sólo había cruzado una puerta. Un hueco en el muro que
separaba dos mundo: el hoy y el siempre; la cotidianeidad y lo eterno; el
bullicio y el silencio.
El tiempo se detuvo al cruzar el umbral. ¿Cómo dos pasos
podían llevarme tan lejos?
Al volver a cruzar la puerta hacia la plaza volví a sentir
el tictac del reloj de la vida latiendo acompasado con mi corazón.
Los niños corrían detrás de las palomas que miedosas alzaban
rápidas el vuelo. Las terrazas estaban repletas de turistas. La vida retomaba
su ritmo.
Tan sólo había vuelto a cruzar una puerta. Esta vez en
sentido inverso.
¿Cuál era el poder de ese pedazo de bronce labrado en puerta
para transformar las percepciones, las sensaciones y los sentimientos?
Una puerta. Un hueco en el muro. Un espacio vacío. Y sin
embargo el único puente donde dos mundos totalmente diferentes se llegan a dar
la mano.
Atravesamos decenas de puertas al día. Cambiamos de
estancias y lugares sin darnos cuenta.
Las encontramos de madera, de cristal, de metal. Abiertas,
contornadas y cerradas con llave. Simples u ostentosas. De manilla o de
sensores automáticos.
Las cruzamos sin ser conscientes de que cambiamos de lugar.
Y sin embargo cada vez que las atravesamos abandonamos un mundo para entrar en
otro.
Las olvidamos abiertas porque aunque nos apasione lo que tenemos
delante queremos dejar la posibilidad de retornar. O nos volvemos a cerrarlas, en
ocasiones para siempre, dejando tras de sí un suelo que no volveremos a pisar.
La puerta. Ese rectángulo de nada que contiene en sí el todo;
que guarda todas las posibilidades. Ese presente que absorbe en sí todo el
pasado que queda atrás y que abre la perspectiva a todo el futuro que vemos
delante.
Recuerdo que tras seguir con la mirada la bandada de palomas
que cual bumerán giraron en el cielo de la plaza volví la vista y oí ese
quejido. La puerta de bronce de la catedral se cerraba chirriando. Y con un
golpe seco se transformó en muro. En la lejanía del horizonte el sol se hizo
ocaso.